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Niños jugando con tierra en una habitación: la exposición Malgama
por Carolina Benavente Morales
Existen formas de relacionarse con la tierra en directo, bajo la copa de unos árboles escuchando el gorjeo de unos pájaros, a campo traviesa recibiendo los golpes de la lluvia y el sol o entre rocas musgosas al borde de un sendero, y existen las formas hipermediadas de ese contacto con la materia que nos sostiene y nos alberga. Malgama nos evoca una cadena de sucesivas mediaciones contenidas unas dentro de las otras, como las capas de una cebolla o las muñecas de un conjunto de matrioskas.
Vemos, primero que nada, un grupo de niños manipulando tierra sobre el suelo de un volumen que llamamos habitación. Niños en tanto imagen que nos hacemos de unos adultos inmersos en un devenir creativo y afectivo resistente al infantilismo ambiente y a los modos de éxodo y desposesión que conlleva el crecimiento. Luego, se nos dibuja un entorno de mediación urbana compuesto de bloques regulares de diferente dimensión y, a continuación, emerge englobando a los anteriores una etérea, inmaterial pero no menos real esfera de mediación virtual. Es cuando ya no sabemos si las paredes de aquel espacio central son de concreto, de papel o tienen un carácter numérico y vectorial. Organizando el conjunto en sus superficies opacas o transparentes, en sus contornos rígidos o porosos y en los movimientos ondulatorios o espasmódicos que acompañan el respirar de una civilización, tenemos a la cultura como matriz de la relación. Ella determina la distancia, la escisión y la interposición. Pero ella, también, se modifica en ese impulso artístico por renovar el vínculo con aquel elemento mineral que ocupamos aquí como metáfora de un orden orgánico y material.
Al fragor de sus infantiles cuerpos, infantiles por la falta, el asombro y también por el juego mismo de amontonar, atesorar y manipular un poco de tierra robada de entre las membranas de la evolución, los artistas congregados en Malgama hacen surgir cosas, objetos, imágenes que actualizan dicha tensión. Desde la intimidad del proceso estético, una caja de vidrio se convierte en manos de Dominica Ortiz en un micro-jardín de bonsáis, transparentando una naturaleza muerta cuya nostalgia, rememoración y protección nos transporta a la experiencia heterotópica de lo vegetal. Entre esas ramas retorcidas y secas nos persigue un zumbido de insectos en extinción, es el aleteo de abejas que Andrea Gutes introduce en silencio, al disponer las tecnologías artesanales que habrán de permitir la futura floración del planeta. Ilumina estas propuestas la misteriosa semilla que Victoria Bravo, mediante un formato mixto de videoanimación e instalación, hace transitar del sueño a la realidad y de ésta a la ficción por medio de la fábula del pájaro Viridiam, con sus alas de trapo y su aparecer inesperado en una casa-maqueta de muñecas, remedo y cuidada re-construcción. Y dos niños introducen en este campo de juegos un eje conexo de perturbación a través de un quehacer en torno a nuestro propio cuerpo: al imbuir clínicamente unos rectángulos de tela pictórica con la vehemente rojidad de la sangre, en el caso de Juan Reyes; al diseccionar y multiplicar, cual lección anatómica por medio del grabado, los contornos, figuras, relieves y arrugas de nuestras carnes y osamentas, en el caso de Sebastián Robles.
Niños, niñas que juegan en una habitación, con tierra recogida de sus excursiones a un tiempo previo e imbricado al de hoy, o recuperada desde una geografía que calza con la emoción. El recogimiento que manifiestan atestigua de una nueva disposición, de un nuevo piso y de un rumbo diferente en una sensibilidad que elude el gesto ya automatizado de intervenir el espacio social exterior, y busca reconectar con un basamento anterior. Protegidos y a la vez encerrados en esas burbujas que encajan, intersectan y comunican entre sí, estos niños apuntan a las antípodas de quienes hoy día se sumergen en ambientes artificiales, y los vemos ensuciarse las manos, mancharse los pies, llenarse el rostro de polvo, plasma, polen, fibra, partículas de materia sólida girando tragadas por el remolino de la civilización. Malgama, imperfecta fusión que articula vías difractadas pero comunes en su afán transgresor. Niños y niñas incubados por artistas que preludian, alejados de lo abyecto pero cercanos del dolor y del candor, la hora de una distinta ecuación entre ecología y tecnología, el diseño de otros trazos y tramas entre cuerpo, cabeza y corazón.